miércoles, 15 de abril de 2015

¿Para qué escribo?

¿Para qué escribo? Para exorcizarte. Para qué escribo, para saber un poco más de mí, para sorprenderme en la marcha; para qué escribo, para matar el tiempo mientras se prepara el café y dan las seis. Escribo para no pensar en los chicos, que ya no vienen por aquí. Escribo para no perder mis memorias. Escribo para tener algo qué leer en las noches, cuando los recuerdos se me nublan. Escribo para inventarte de nuevo, para cambiar los mechones de tu pelo, o la curva de tu nariz, para hacerte distinta, ajena, lejana. Escribo para saber qué quiero de mí. Escribo para hablar conmigo mismo, para no pensar en las grietas del techo o en el chirrido de la puerta. Escribo para poder ser joven de nuevo, para tener cinco, diez, o doce años. Escribo para no llegar nunca de nuevo a los veintidós. Escribo para detener el tiempo. Escribo, sobre todo, para que el miedo sea solo un espíritu bajo la cama, y no una lápida con tu nombre.

Y quiero decirte

Y quiero que sepas que ya no le creo a papá cuando me repite que volverás y que no ha sido mi culpa lo que ha pasado, y quiero decirte que me habría encantado conocerte, y pasar las tardes y las noches contigo y mirarte la mano cuando me la soltás para dejarme en el colegio por las mañanas y quejarme de tu prisa a todas horas y reírme cuando imitas a papá con su andar lento y llorar cuando él vuelve en las noches y me dice que todo estará bien y ver su cansancio y los ojos pequeños que pone y como aprieta los dedos y quiero decirte que me encantaría ir contigo al mar y al río y que me cantaras con esa voz tan linda que me imagino que tienes y que cada noche me arroparas antes de dormir y que de nuevo en las mañanas yo me quejara de tu prisa y quiero decirte que ya no le creo a papá cuando me dice que no ha sido mi culpa y quiero decirte que me habría encantado conocerte y no ser y no ser y no ser el culpable de que ya no estés.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Gordel y Cerdel

Les había dado todo lo que le quedaba de comida. Las clavículas se le marcaban, las rodillas se veían más chuecas que de costumbre y tenía los ojos hundidos, pero aun así seguía alimentándolos. Pronto sería navidad y tendría para ella los dos niños más suculentos de toda la región. Llegaron un día como por azar a la casa de Dulce y a partir de ahí comenzaron a devorar todo lo que se les ponía en el plato. Primero, habían acabado con las despensas llenas de dulces. Los favoritos de Hansel eran los helados de Brownie. No podía ver un tarro lleno de helado, porque al instante comenzaba a babear y a relamerse los labios. Un día incluso lo descubrió con la cabeza atascada en un pote de un litro. 

Luego que acabaron con los dulces, intentó llenarlos con carnes. Les dio pavo, res, conejo, pollo, hasta buey, y todo les encantaba. A Gretel le gustaba sobre todo chuparse los dedos después de comer pollo frito. Con su boca regordeta balbuceaba un "¡más!" cada que el plato quedaba vacío y si ella, la bruja, se demoraba en llevarle más comida, comenzaba a aletear como un verdadero pollo, moviendo sus brazos gordos y grasientos arriba y abajo.

Se sentía cada vez más harta, pero lo soportaba solo con la idea de la grandiosa cena de navidad que se daría para ella sola. El año pasado había invitado al hijo de puta del Grinch, con su grandioso cabello verde y sus ojeras hasta la barbilla que tanto le encantaban. Pero todo había sido un fiasco. El niño que había cocinado esa noche se había puesto más duro de lo que pensaba. En el recetario decía que los niños, como las langostas, deben echarse al agua hirviendo cuando todavía están vivos. Ella recordaba haber hecho todo al píe de la letra, pero al final, masticar la carne del peladito ese, era como meterse a la boca un trozo de bofe viejo y cauchudo. El grinch se había largado a mitad de la cena, excusándose de que iba al baño y ella había tenido que deshacerse de las sobras echándolas al fuego, esperando que no quedara nada. La casa había estado perfumada con un olor horrible por casi dos meses. Una mezcla entre mocos, eructos y Alpinito.

Así que este año  cenaría sola y se fijaría en cada uno de los pasos. Había leído el libro ya unas cien veces, cada que le servía la comida a las dos moles, pero no lograba fiarse todavía de su memoria. Esta vez tenía dos oportunidades de que funcionara. Todo iba bien.

Hasta que se le acabó la despensa de comida. Los malditos críos tragaban más de lo que ella creía. Comenzó primero a racionarles la comida, pero no logró  solucionar nada. Con cada porción pequeña que recibían, los críos chillaban y se agitaban como si de un terremoto se tratase. Hacía apenas dos días Hansel había clavado el tenedor en la mesa de madera mientras la miraba directamente a los ojos, con un gesto de desesperación y hambre que nunca se le olvidaría. Gretel por su parte no paraba de mover los brazos como una maldita gallina. Incluso había comenzado a cloquear mientras se movía por toda la casa con sus paticas cortas y rellenas, enfundadas en una sudadera que ya no soportaba más.

 Y eso era cuando aún quedaba algo de comida. 

Había pensado en acudir al Lobo feroz, esperando que la ayudara a cazar algunas presas fáciles en el bosque, pero el desgraciado lobo estaba en una depresión amorosa; no paraba de mencionar a una tal Caperucita que lo había envenenado. Incluso corrían rumores de que ahora se travestía. Así que el lobo ya no era una opción. Tampoco fueron una opción los enanos. El día que los fue a buscar, desesperada, le abrió la puerta una viejita mexicana de unos cincuenta años que parecía ser la empleada. Le había dicho que los enanos estaban ahora mismo en un viaje junto a Blancanieves y que no volverían sino hasta finales de febrero.

No había sido una opción nadie más. Ni los gnomos, ni Pinocho y Yepeto. Tampoco Popeye, que solo había podido proporcionarle un poco de espinacas mágicas que los regordetes se habían comido, fumado y hasta aspirado en un parpadeo.

Y ahora la despensa estaba vacía. Totalmente vacía y ella estaba asustada. Escuchaba a lo lejos el rugir de las dos grandes panzas cuando de golpe el sonido se convirtió en un crac, crac, crac y luego en el  inconfundible mover de las mandíbulas abriéndose y cerrándose, con un vigor alimentado por el hambre insaciable. La bruja había salido corriendo, pero al llegar ya era tarde. Le pareció una eternidad el pequeño pasillo desde la cocina hasta el comedor. Cuando entró al comedor, se encontró con los malditos niños mascándolo todo, enloquecidos, pasando de un lado al otro, devorándose entera la casa de dulce. Su casa de dulce.

Intentó detenerlos pero fue en vano. Sacó su varita mágica, pero aquellos bodoques tenían tanta masa que los hechizos y embrujos no los afectaban en lo más mínimo. Intentó de todo. Trató de moverlos, de empujarlos, de golpearlos hasta hacerlos desmayar, pero nada servía. Era como si dos grandes y gordos tornados arrasaran su casa mientras ella, impotente, solo veía como su cena se devoraba hasta el último cuadro de dulce.


Al final ya no quedó nada. La bruja se dejó caer de rodillas, con la varita mágica apretada e inerte en una mano, mientras con la otra se restregó el rostro y se apartó el cabello de los ojos al instante justo de ver frente suyo las mandíbulas. Pensó que no tendrían mucho qué comer en su viejo y huesudo cuerpo. Casi alcanzó a reírse, pero ya los dientes de ellos le arrancaban pedazos de carne del rostro hasta que todo se convirtió en un río de grasa, babas y sangre.