domingo, 8 de junio de 2014

La piel amarillenta de los ahogados

Abro los ojos. Intento concentrarme en algo más que el maldito hedor, pero es imposible. Los cadáveres me rodean. Flotan alrededor de la terraza, hinchados, podridos y amarillentos por el sol que los ha quemado durante días luego del maremoto. Me obligo a levantar un poco la cabeza aunque sienta cada tendón a punto de romperse. Llevo tres días aquí y cada esfuerzo es peor. Alcanzo a ver algunos ahogados chocar contra los bordes en ladrillo del edificio. Otros flotan más lejos, cubiertos por algas verdes. A lo lejos, el sol se refleja sobre la cabeza calva y cercenada de un hombre. Pienso en Roberto. Pienso en Jules. Me duelen las manos, los huesos de las piernas parecen a punto de astillarse cada vez que intento levantarme, pero el estómago es el peor. Mis pensamientos se intercalan entre el hedor que cubre toda la ciudad y el hambre que me hace querer lanzarme al agua, nadar hasta algún cadáver gordo y devorar la carne hinchada a mordiscos. Pienso en Jules y cierro las manos en puños. Me tumbo de nuevo, boca arriba, sobre el techo ardiente de la terraza. El sol calienta cada vez más y el hedor impregna todo el aire. Algo chirrea detrás de mí con cada ráfaga de viento. Se mece y cruje, con un sonido metálico cada vez más fuerte. Cierro los ojos intentando concentrarme en algo más que el hedor y aquel sonido se intensifica más y más. Me estiro lo suficiente para poder apoyarme por unos instantes sobre un codo y a lo lejos, sobre otra terraza veo el brillo metálico del acero pulido atravesado por la publicidad roja de lo que deseo sea alguna marca de comida. Comienzo a pensar en hamburguesas, en perros calientes, en los helados con los que se atragantaba Jules y en todas las carnes que me comí en mi maldita vida. Mi estómago no me deja en paz, pero no me atrevo a moverme. Cada noche la ciudad se ilumina por diminutos focos amarillos, que lo único que hacen es remarcar la piel amarillenta de los ahogados. Todos podridos e hinchados. No me atrevo a moverme. No tengo fuerzas, no tengo cómo nadar hasta la otra terraza y mucho menos ahora, que comienza a anochecer. Pero la puerta de aquel carro de comida sigue chirriando al viento y de algún sitio saco las energías que me quedan y comienzo a arrastrarme por el suelo de granito. Las ropas se desgarran cada vez que avanzo y dejo un rastro de sangre tras de mí. Por fin siento el agua cerca. El hedor de los cadáveres se intensifica pero ya no me importa. Los veo flotar muy juntos enfrente de mí. Se chocan entre sí con cada ola que los mueve, que parece moverlos. Escucho de nuevo la puerta metálica y me zambullo al agua cuando el sol ya ha desaparecido. Floto, trago agua podrida pero floto. Comienzo a nadar como puedo, veo cada vez más cerca el carro con comida. Chapoteo, nado, me muevo sobre el agua y siento como el estómago se me va agrandando a medida que avanzo hasta que una mano se cierra sobre mi tobillo. Siento el roce de las algas contra mis costados y algo se pega de mis heridas sangrantes, chupando, succionando, devorando hasta vaciarme de sangre y llenarme los pulmones con agua podrida, llenarlos hasta quedar flotando día tras días, chocando contra los edificios, brillando al sol, impregnando la ciudad con un hedor más.

Ahora llueve

La lluvia sigue cayendo y Ricardo no se mueve. Estamos atrapados en un edificio a medio derruir. La lluvia cae por todas partes. Miro de nuevo a Ricardo, pienso en su chaqueta y en el frío que hace. Pero sobre todo pienso en sus zapatos sin cordón. Nunca logré entender del todo por qué los lleva así. Los miro y me estiro un poco, con las últimas fuerzas que me quedan. Llevamos días sin comer y ahora llueve. Estamos empapados.  Me estiró un poco más. Alcanzo aquellos zapatos. Los tiro fuerte, con todas las fuerzas que me quedan, pensando en sentir una suela al pisar. Lo miro y pienso en los dos meses que acaban de pasar. Pienso que debería correr, correr o gritar, gritar muy fuerte por Ricardo, pero sigo aquí, muy quieto. Debería al menos moverme. Buscar una tumba. Buscar un cementerio. Buscar algo que le dé al menos alguna paz a Ricardo. Pero no. Yo ya me di por vencido. Al menos me quedan estos zapatos sin cordón. Al menos mis pies ya no estarán mojados. Me recuesto contra la pared y me quedo quieto. Sigue lloviendo y el frío me estremece, pienso en Ricardo y lo envidio, pienso en Ricardo, y me dan ganas de estar tan quieto como él.