sábado, 17 de noviembre de 2012

Insueños


En este mundo, los pobres no pueden soñar. Ni siquiera llegan a imaginarse qué significa cerrar los ojos y dejarse llevar por el mundo onírico. Para ellos, todo lo que existe es una mera mezcla putrefacta de desilusiones y desesperanzas que cada noche invade sus cabezas. Aquella es la manera que tiene el poder de controlarlos.

Sin sueños no hay aspiraciones ni imaginación. Sin sueños no existen las metas. Sin sueños no hay ideas ni cambios. Sin sueños no existe la revolución.

Todo comienza, entonces, con un sueño.

Que sea robado o no, que llegara por alguna falla o por milagro, realmente no importa. Importa, cómo no, la manera en que un anciano encorvado se derrumbó en mitad de la calle una noche cualquiera y soñó. Soñó tan profundamente que, al despertar, no reconoció  nada a su alrededor.
No reconoció sus ropas andrajosas, puesto que estaba seguro de haber vestido las mejores telas. Tampoco reconoció porqué sentía aquel ardor tan asqueroso en la boca del estomago, luego de que la noche anterior, engullera toda clase de carnes, frutas y vinos. Mucho menos entendió, entonces, ser un paupérrimo, luego de tener por seguro que era el Dios de su mundo.

Por ello, aquel anciano solo se limitó a frotarse los ojos, a darse pellizcos o a echarse agua en la cara, esperando de una vez por todas, despertarse de lo que para él era un sueño nefasto.

Al final, se encorvó un poco más y enloqueció. 

domingo, 7 de octubre de 2012

KJ5

Para este cuento tuve en cuenta cinco reglas propuestas durante un ejercicio de escritura en el Colectivo Literario: 
-No existe la palabra "verdad". 
-Castración en la pubertad para evitar las conductas violentas que desencadenen una guerra. 
-Perfección en salud. Desaparece quien presente cualquier tipo de enfermedad.
-No existe la memoria a corto plazo en algunos individuos.
-La única forma de comunicación es la oral. 
No es necesario explicitar todas las reglas dentro del cuento pero, como es obvio, no se debe romper ninguna. 

KJ5
En un hospital al sur del país, un hombre se encontraba sentado en la mitad de una camilla, dentro de un diminuto cubículo en el que a duras penas cabía, además de él, una bandeja metálica llena de instrumentos quirúrgicos  al fondo un cuadro que retrataba un viejo escritor portugués y justo debajo, una radio café con apenas dos perillas. El hombre se llamaba Sergio, y aburrido de esperar a su medico, se levantó de la camilla y fue directamente hasta la radio. 

Era muy extraño que el Doctor Rojas demorara tanto, pero a fin de cuentas él estaba allí obligado por el Estado. Apenas una semana antes, según lo que recordaba, su voz había comenzando a sonar ronca y por mandato del Gobierno, debía ser operado lo antes posible. 

El país estaba en crisis. Una imparable enfermedad arremetía sin control desde el norte y según lo que su madre fue capaz de explicarle, las medidas de sanidad se habían extremado a tal punto que cualquiera con un leve síntoma de cambio en su cuerpo era reportado ante las autoridades. 

Sergio tomó la pequeña perilla de la derecha y la giró hasta escuchar un leve clic, y seguido unos murmullos que escapaban bajo. Giró luego la otra perilla y el sonido inundó todo el cubículo  Unas palabras entrecortadas se escuchaban: "...el senador Monsalve ha dicho a la opinión pública que la situación es insostenible. Se le ruega a toda la población refugiarse en hospitales y clínicas para así prever más brotes de KJ5.."  Hubo una interferencia y Sergio tuvo que agudizar el oído   "...según los informes entregados en las ultimas horas, la KJ5 es extremadamente contagiosa y en estados avanzados produce ataques de ira y perdida de la memoria a corto plazo. Se le ruega a toda la población refugiarse en hospitales y clínicas al sur del país..." Sergio tuvo que bajar de golpe el volumen de la radio cuando una enfermera de unos 50 años, con el cabello corto y ondulado, entró al cubículo preguntando, sin mirarlo, por el Doctor Rojas. 
La respuesta de Sergio fue corta y contundente: -No lo sé, quedó de volver hace media hora, seguro se le olvidó.- Afuera se escucharon gritos.  

sábado, 29 de septiembre de 2012

Infinitum


El pequeño Bruno había armado más rompecabezas que cualquiera de su barrio. Odiaba los rompecabezas. Su padre los amaba. Aún así, el pequeño Bruno ostentaba el récord entre sus compañeros de colegio, entre sus primos y tíos,  incluso, le ganaba a cualquiera de los compañeros de trabajo de su padre en la empresa de ingenieros civiles. 

Los rompecabezas eran de todos los tamaños: Desde diminutos de tan solo cuatro piezas, hasta gigantescos rompecabezas que con sus miles de piezas cubrían todo el suelo de madera. 

Uno a uno, pieza por pieza, armó todos los rompecabezas sin descanso durante años. Se desgastó la espalda, sintió la presión del suelo de madera contra sus rodillas y la mirada penetrante de su padre en la nuca. Su padre lo vigiló día tras día. El pequeño Bruno siguió armando rompecabezas, incluso, cuando los niños de su barrio jugaban fuera, bateando  pelotas de baseball o corriendo imparables, con los mechones de cabello al sol del verano o con la brisa del invierno pasándose entre éstos. Siguió allí, acompañado únicamente de una infatigable luz amarilla que le mostraba, sin cesar,  los manchones a juntar entre pieza y pieza. 

Un día, su padre murió. 

El único recuerdo que le quedó de él, al pequeño Bruno, fue una vieja y amarilla regla que reposaba encima de las cajas donde su padre guardaba los rompecabezas  terminados. Aquel día, el pequeño Bruno tomó la regla y la fracturó a la mitad sin remordimientos. Usó toda la fuerza que lograron sus pequeñas manos. Manos, que desde ese momento en adelante, pasarían a sostener brochas y pinceles, paletas y lienzos. Nunca más rompecabezas. 

Bruno creció en la misma medida que creció el frenesí por su nuevo arte. Pintó un cuadro tras otro. Devoró a brochazos todo lienzo que llegó a sus manos. Retrató, mediante manchas, cada imagen que se le pasó por la mente, y uno tras otro, fue acumulando sus cuadros en la misma habitación donde antes hacía rompecabezas. Los acomodó por tamaño, los organizó por color uno al lado del otro hasta alinearlos de manera tan precisa que logró formar una bella, esplendorosa y exacta imagen grupal. Terminó su ultimo rompecabezas. 

domingo, 23 de septiembre de 2012

Cuatro Calles al Sur


Si a esta hora ya estuviera borracho, como cada sábado a medianoche, esto no estuviera pasando. No tendría, entonces, esa maldita sensación de asco creciendo en el estomago y anidándose tercamente en mi boca, dejando un sabor amargo del que fácil me desharía con un poco de licor. Quizá cerveza, quizá ron, quizá whiskey, no, whiskey no, me da pesadez, me deja peor que ahora mismo. Además, para conseguir un poco de buen whiskey, tendría que caminar cuatro calles al sur de este mugroso apartamento. Tendría que sonreirles a esos policías que hacen como si nada lo vieran, vigilan todo y aun así, siguen sin ver nada. Por eso no me verían pasar con una bolsa negra en la mano, y dentro, bien sujeta, una pequeña, pequeñísima botella de..¿qué era?. Esos policías tampoco verían pasar a las putas que si me vigilan a mi, que me gritan con la mirada desde la esquina opuesta y que por suerte, alguna vez, logran recordarme una cintura fina y apetecible, más abajo de aquellos anchos hombros y justo por encima de tacones apretados en tobillos que no sirven para eso, y quizá, tampoco para mucho más. 

Hace poco una de ellas me sonrió y yo

Enredos

Ven y dame un beso en la punta de los labios. Ven y tomame de las mejillas y mirame y hazme sentir perdido entre tus ires y venires, entre tus mares y el olor a pasto de tus manos, el olor a una tarde mirando el cielo y diciendo sandeces, dejandonos llevar por todo aquello que desconocemos, pero que se antoja tan sutil, tan ligero y fugaz y nos deja entrever juntos. Ven y besame en la punta de los labios y dejame hacerte sentir el calor de mis notas. Ven y toca las grietas en mi vientre mientras yo sonrio con los labios pegados a ti, a la musica, a un café, a ti sonriente enlazandome la muñeca con tus mares, con la espumita de tus palabras y la sonrisa de tus ojos. Ven, besame y hazme sentir que al fin me abrazaras, y me diras al oido cositas tan dulces que puede que algun día por primera vez te pida un beso. 

lunes, 12 de marzo de 2012

Reflejos y madera.


Hoy me he levantado más liviano que anoche. No sé, me ha subido un cosquilleo desde la punta de los pies, hasta instalarse en mi nuca. Y de pronto me ha dado por reírme a todo taco, justo como uno de esos viajeros intergalácticos de pacotilla que pasan en la tv los domingos en la mañana. Quizá hasta me convertí en uno de ellos. No sé. Liviano, pero no libre.
Siempre he pensado que la liviandad está relacionada con la libertad, bueno, lo pensaba más bien hasta hoy en la mañana cuando desperté más ligero, pero no más libre. En la sala, casi sobre el recibidor y frente al espejo del pasillo, un cuerpo descansa con la cabeza gacha, las mismas ropas de ayer, y con la espalda desgarrada. Lo sé, no lo he visto hoy, pero sé que está allí. Yo soy su verdugo.

martes, 31 de enero de 2012

Vaiven

No importa cuanto apuestes en este juego, sea mucho o poco, puesto que los dados están cargados.

La muerte me ronda desde niño. Es pequeña, con un olor a lilas y usa un vestido azul. Cuando la vi por primera vez, a los 8 años, jugaba sola en un parque. Me acerqué y ella me vio, sonrio de la misma manera en que alguien sonrie cuando te conoce de toda la vida, y luego estiró su mano y me ofreció un yoyo. Durante años he jugado con aquel yoyo. de arriba a abajo.

Aquel dia no supe que esa era la muerte.

martes, 10 de enero de 2012

El día de mañana

La asesinó sin miramientos, sin detenerse a pensarlo dos veces. Su cuerpo cayó a un lado de la carretera, con los ojos cerrados, y las lagrimas brotando de éstos. Temía con toda su alma morir, pero la tinta pasó por encima una y otra vez, una y otra vez, una y otra.
El escritor se levantó de su silla, se pasó una mano por la barba tupida y vio de lejos el escrito que acababa de finalizar. Perfecto, pensó, y algo dentro de él se revolcó. Buscó un sobre en el segundo cajón del escritorio, metió allí el escrito y lo marcó como tantos otros había marcado. La experiencia de algunos años en esta labor le había quitado mucha de la ilusión de mandar un nuevo escrito a una editorial, y antes, incluso sentía