En este mundo, los pobres no
pueden soñar. Ni siquiera llegan a imaginarse qué significa cerrar los ojos y
dejarse llevar por el mundo onírico. Para ellos, todo lo que existe es una mera
mezcla putrefacta de desilusiones y desesperanzas que cada noche invade sus
cabezas. Aquella es la manera que tiene el poder
de controlarlos.
Sin sueños no hay aspiraciones ni
imaginación. Sin sueños no existen las metas. Sin sueños no hay ideas ni
cambios. Sin sueños no existe la revolución.
Todo comienza, entonces, con un
sueño.
Que sea robado o no, que llegara
por alguna falla o por milagro, realmente no importa. Importa, cómo no, la
manera en que un anciano encorvado se derrumbó en mitad de la calle una noche
cualquiera y soñó. Soñó tan profundamente que, al despertar, no reconoció nada a su alrededor.
No reconoció sus ropas andrajosas,
puesto que estaba seguro de haber vestido las mejores telas. Tampoco reconoció
porqué sentía aquel ardor tan asqueroso en la boca del estomago, luego de que
la noche anterior, engullera toda clase de carnes, frutas y vinos. Mucho menos
entendió, entonces, ser un paupérrimo, luego de tener por seguro que era el
Dios de su mundo.
Por ello, aquel anciano solo se
limitó a frotarse los ojos, a darse pellizcos o a echarse agua en la cara,
esperando de una vez por todas, despertarse de lo que para él era un sueño
nefasto.
Al final, se encorvó un poco más y enloqueció.