sábado, 17 de noviembre de 2012

Insueños


En este mundo, los pobres no pueden soñar. Ni siquiera llegan a imaginarse qué significa cerrar los ojos y dejarse llevar por el mundo onírico. Para ellos, todo lo que existe es una mera mezcla putrefacta de desilusiones y desesperanzas que cada noche invade sus cabezas. Aquella es la manera que tiene el poder de controlarlos.

Sin sueños no hay aspiraciones ni imaginación. Sin sueños no existen las metas. Sin sueños no hay ideas ni cambios. Sin sueños no existe la revolución.

Todo comienza, entonces, con un sueño.

Que sea robado o no, que llegara por alguna falla o por milagro, realmente no importa. Importa, cómo no, la manera en que un anciano encorvado se derrumbó en mitad de la calle una noche cualquiera y soñó. Soñó tan profundamente que, al despertar, no reconoció  nada a su alrededor.
No reconoció sus ropas andrajosas, puesto que estaba seguro de haber vestido las mejores telas. Tampoco reconoció porqué sentía aquel ardor tan asqueroso en la boca del estomago, luego de que la noche anterior, engullera toda clase de carnes, frutas y vinos. Mucho menos entendió, entonces, ser un paupérrimo, luego de tener por seguro que era el Dios de su mundo.

Por ello, aquel anciano solo se limitó a frotarse los ojos, a darse pellizcos o a echarse agua en la cara, esperando de una vez por todas, despertarse de lo que para él era un sueño nefasto.

Al final, se encorvó un poco más y enloqueció.