miércoles, 26 de marzo de 2014

Hierro

para Ricci

Soy la cabeza colgante de Roberto. De la boca se me escapa un hilo de sangre que no es mío y de mi cuello cercenado, sobresale un gancho de los que se usaban antes para colgar trozos de res, cuando aún existían reces qué vender. Cuelgo en la mitad de una bodega demasiado limpia. A lado y lado, otras decenas de cabezas cuelgan tan inertes como yo. No puedo mover los ojos, pero de vez en cuando, en algún balanceo de la cadena, alcanzo a ver a los carniceros. Visten con delantales blancos manchados de sangre. Llevan mangas largas y guantes metálicos como protección. En el rostro, usan máscaras de dentista y de la cintura les cuelgan cuchillos gruesos y afilados, perfectos para cortar carne. Para cortar carne humana.

No soy más que una cabeza que cuelga. La cabeza de Roberto. No sé dónde ha ido a parar el resto de mi cuerpo. Seguramente, algún trozo de mi muslo se estará fritando en la cocina del Sargento Agudelo o en la casa de la maestra de preescolar del León de Greiff. Ya no importa. Ahora solo soy eso, una cabeza. Al menos me han dejado los ojos.

Hace unos cuantos días, luego de estacionar mi viejo auto en la entrada de Makro, me llegó un penetrante olor a hierro. Tan solo con percibirlo, los labios se me humedecieron. Un gran cartel en letras negras y rojas anunciaba la próxima liquidación de fin de año. Todo a mitad de precio, no se lo pierda. Participe con nosotros en el festival de la carnicería y llevese un pedazo de antebrazo gratis. Del 28 al 31 de diciembre.

Pensé que debería participar. Me palpé el bolsillo y recordé la billetera casi vacía. Hacía dos semanas que no probaba bocado que no fuera trigo o arroz. Siendo vegano no sobrevive nadie. Que le dejen la fotosíntesis a las plantas. El último filete jugoso y grasiento que había devorado no era de vaca, tampoco de cerdo. Era todavía más sabroso. Hacía años que los animales eran tan escasos, que salía más rentable comer otras cosas. En la carnicería, el gordo Manrique me había dicho que el filete era de carne pulpita de niño. Que tendría un poco de grasa extra, pero que eso le iba a dar más sazón. Y en la entrada de Makro el estómago me rugía con furia. Entré a buscar otro saco de arroz para sobrevivir al menos hasta el 28 que comenzaba la liquidación, caminé hasta el fondo del supermercado, justo al lado de la entrada de descargue y fue ahí cuando sentí el golpe seco en la nuca. Un crac de algo que se rompe y luego el suelo frío contra la mejilla.

Al despertarme, tenía las manos atadas, pero los pies libres. Me tomó un par de minutos acostumbrarme a la luz blanca del lugar. Cuando por fin pude abrir del todo los ojos, me encontré enfrente de otras decenas de personas atadas igual que yo, separadas entre sí por vallas metálicas. Delante de mí también había una. Era como una cárcel demasiado limpia, con un humano en cada celda.

No sabía cuánto tiempo había pasado y me costaba recordar bien dónde estaba, pero algo sí tenía claro. Tenía hambre.

Todos los ojos se posaron en mí cuando me levanté apoyándome contra la pared. Escuché un siseo metálico y la valla comenzó a moverse rápidamente, al igual que las otras. Luego, todo sucedió demasiado rápido. Los otros salieron disparados desde sus celdas, con las manos atadas y corriendo inclinados hacia delante, a punto de caer. Me eché hacia atrás, buscando un refugio inútil en la pared tras de mí. Escuché el vibrar de un intercomunicador desde la pared mientras veía como se acercaban más y más decenas de hombres y mujeres. De nuevo el rrr del intercomunicador y los dientes delante, más cerca, mucho más cerca. Una voz que nos da la bienvenida a la gran liquidación de fin de año. Luego centelladas, mordidas, la sangre que brota de mis clavículas siendo atravesadas. El olor a hierro que inunda el lugar y luego todo negro. El sabor caliente de la piel entre mis dientes. Un trozo de hombro o de cuello. Y de nuevo la oscuridad. Un fondo rojo contra los parpados. Los chorros de sangre bajando por mi barbilla y el dolor, el desgarro. Las marcas de dientes sobre mi pecho. El hierro. La carne. La carne.


Soy la cabeza colgante de Roberto. De la boca se me escapa un hilo de sangre que no es mío y de mi cuello cercenado, sobresale un gancho de los que se usaban antes para colgar trozos de res, cuando aún existían reces qué vender. Mis piernas ya no están. No fueron mordidas durante el espectáculo. Soy solo la cabeza colgante en medio del aparador. Huele a hierro y sigo teniendo hambre, aunque mi estómago será la cena de alguna familia en los suburbios. De la boca me cuelga un hilo de sangre y yo logro mover la lengua para saborearlo.