miércoles, 15 de octubre de 2014

Gordel y Cerdel

Les había dado todo lo que le quedaba de comida. Las clavículas se le marcaban, las rodillas se veían más chuecas que de costumbre y tenía los ojos hundidos, pero aun así seguía alimentándolos. Pronto sería navidad y tendría para ella los dos niños más suculentos de toda la región. Llegaron un día como por azar a la casa de Dulce y a partir de ahí comenzaron a devorar todo lo que se les ponía en el plato. Primero, habían acabado con las despensas llenas de dulces. Los favoritos de Hansel eran los helados de Brownie. No podía ver un tarro lleno de helado, porque al instante comenzaba a babear y a relamerse los labios. Un día incluso lo descubrió con la cabeza atascada en un pote de un litro. 

Luego que acabaron con los dulces, intentó llenarlos con carnes. Les dio pavo, res, conejo, pollo, hasta buey, y todo les encantaba. A Gretel le gustaba sobre todo chuparse los dedos después de comer pollo frito. Con su boca regordeta balbuceaba un "¡más!" cada que el plato quedaba vacío y si ella, la bruja, se demoraba en llevarle más comida, comenzaba a aletear como un verdadero pollo, moviendo sus brazos gordos y grasientos arriba y abajo.

Se sentía cada vez más harta, pero lo soportaba solo con la idea de la grandiosa cena de navidad que se daría para ella sola. El año pasado había invitado al hijo de puta del Grinch, con su grandioso cabello verde y sus ojeras hasta la barbilla que tanto le encantaban. Pero todo había sido un fiasco. El niño que había cocinado esa noche se había puesto más duro de lo que pensaba. En el recetario decía que los niños, como las langostas, deben echarse al agua hirviendo cuando todavía están vivos. Ella recordaba haber hecho todo al píe de la letra, pero al final, masticar la carne del peladito ese, era como meterse a la boca un trozo de bofe viejo y cauchudo. El grinch se había largado a mitad de la cena, excusándose de que iba al baño y ella había tenido que deshacerse de las sobras echándolas al fuego, esperando que no quedara nada. La casa había estado perfumada con un olor horrible por casi dos meses. Una mezcla entre mocos, eructos y Alpinito.

Así que este año  cenaría sola y se fijaría en cada uno de los pasos. Había leído el libro ya unas cien veces, cada que le servía la comida a las dos moles, pero no lograba fiarse todavía de su memoria. Esta vez tenía dos oportunidades de que funcionara. Todo iba bien.

Hasta que se le acabó la despensa de comida. Los malditos críos tragaban más de lo que ella creía. Comenzó primero a racionarles la comida, pero no logró  solucionar nada. Con cada porción pequeña que recibían, los críos chillaban y se agitaban como si de un terremoto se tratase. Hacía apenas dos días Hansel había clavado el tenedor en la mesa de madera mientras la miraba directamente a los ojos, con un gesto de desesperación y hambre que nunca se le olvidaría. Gretel por su parte no paraba de mover los brazos como una maldita gallina. Incluso había comenzado a cloquear mientras se movía por toda la casa con sus paticas cortas y rellenas, enfundadas en una sudadera que ya no soportaba más.

 Y eso era cuando aún quedaba algo de comida. 

Había pensado en acudir al Lobo feroz, esperando que la ayudara a cazar algunas presas fáciles en el bosque, pero el desgraciado lobo estaba en una depresión amorosa; no paraba de mencionar a una tal Caperucita que lo había envenenado. Incluso corrían rumores de que ahora se travestía. Así que el lobo ya no era una opción. Tampoco fueron una opción los enanos. El día que los fue a buscar, desesperada, le abrió la puerta una viejita mexicana de unos cincuenta años que parecía ser la empleada. Le había dicho que los enanos estaban ahora mismo en un viaje junto a Blancanieves y que no volverían sino hasta finales de febrero.

No había sido una opción nadie más. Ni los gnomos, ni Pinocho y Yepeto. Tampoco Popeye, que solo había podido proporcionarle un poco de espinacas mágicas que los regordetes se habían comido, fumado y hasta aspirado en un parpadeo.

Y ahora la despensa estaba vacía. Totalmente vacía y ella estaba asustada. Escuchaba a lo lejos el rugir de las dos grandes panzas cuando de golpe el sonido se convirtió en un crac, crac, crac y luego en el  inconfundible mover de las mandíbulas abriéndose y cerrándose, con un vigor alimentado por el hambre insaciable. La bruja había salido corriendo, pero al llegar ya era tarde. Le pareció una eternidad el pequeño pasillo desde la cocina hasta el comedor. Cuando entró al comedor, se encontró con los malditos niños mascándolo todo, enloquecidos, pasando de un lado al otro, devorándose entera la casa de dulce. Su casa de dulce.

Intentó detenerlos pero fue en vano. Sacó su varita mágica, pero aquellos bodoques tenían tanta masa que los hechizos y embrujos no los afectaban en lo más mínimo. Intentó de todo. Trató de moverlos, de empujarlos, de golpearlos hasta hacerlos desmayar, pero nada servía. Era como si dos grandes y gordos tornados arrasaran su casa mientras ella, impotente, solo veía como su cena se devoraba hasta el último cuadro de dulce.


Al final ya no quedó nada. La bruja se dejó caer de rodillas, con la varita mágica apretada e inerte en una mano, mientras con la otra se restregó el rostro y se apartó el cabello de los ojos al instante justo de ver frente suyo las mandíbulas. Pensó que no tendrían mucho qué comer en su viejo y huesudo cuerpo. Casi alcanzó a reírse, pero ya los dientes de ellos le arrancaban pedazos de carne del rostro hasta que todo se convirtió en un río de grasa, babas y sangre.  

domingo, 8 de junio de 2014

La piel amarillenta de los ahogados

Abro los ojos. Intento concentrarme en algo más que el maldito hedor, pero es imposible. Los cadáveres me rodean. Flotan alrededor de la terraza, hinchados, podridos y amarillentos por el sol que los ha quemado durante días luego del maremoto. Me obligo a levantar un poco la cabeza aunque sienta cada tendón a punto de romperse. Llevo tres días aquí y cada esfuerzo es peor. Alcanzo a ver algunos ahogados chocar contra los bordes en ladrillo del edificio. Otros flotan más lejos, cubiertos por algas verdes. A lo lejos, el sol se refleja sobre la cabeza calva y cercenada de un hombre. Pienso en Roberto. Pienso en Jules. Me duelen las manos, los huesos de las piernas parecen a punto de astillarse cada vez que intento levantarme, pero el estómago es el peor. Mis pensamientos se intercalan entre el hedor que cubre toda la ciudad y el hambre que me hace querer lanzarme al agua, nadar hasta algún cadáver gordo y devorar la carne hinchada a mordiscos. Pienso en Jules y cierro las manos en puños. Me tumbo de nuevo, boca arriba, sobre el techo ardiente de la terraza. El sol calienta cada vez más y el hedor impregna todo el aire. Algo chirrea detrás de mí con cada ráfaga de viento. Se mece y cruje, con un sonido metálico cada vez más fuerte. Cierro los ojos intentando concentrarme en algo más que el hedor y aquel sonido se intensifica más y más. Me estiro lo suficiente para poder apoyarme por unos instantes sobre un codo y a lo lejos, sobre otra terraza veo el brillo metálico del acero pulido atravesado por la publicidad roja de lo que deseo sea alguna marca de comida. Comienzo a pensar en hamburguesas, en perros calientes, en los helados con los que se atragantaba Jules y en todas las carnes que me comí en mi maldita vida. Mi estómago no me deja en paz, pero no me atrevo a moverme. Cada noche la ciudad se ilumina por diminutos focos amarillos, que lo único que hacen es remarcar la piel amarillenta de los ahogados. Todos podridos e hinchados. No me atrevo a moverme. No tengo fuerzas, no tengo cómo nadar hasta la otra terraza y mucho menos ahora, que comienza a anochecer. Pero la puerta de aquel carro de comida sigue chirriando al viento y de algún sitio saco las energías que me quedan y comienzo a arrastrarme por el suelo de granito. Las ropas se desgarran cada vez que avanzo y dejo un rastro de sangre tras de mí. Por fin siento el agua cerca. El hedor de los cadáveres se intensifica pero ya no me importa. Los veo flotar muy juntos enfrente de mí. Se chocan entre sí con cada ola que los mueve, que parece moverlos. Escucho de nuevo la puerta metálica y me zambullo al agua cuando el sol ya ha desaparecido. Floto, trago agua podrida pero floto. Comienzo a nadar como puedo, veo cada vez más cerca el carro con comida. Chapoteo, nado, me muevo sobre el agua y siento como el estómago se me va agrandando a medida que avanzo hasta que una mano se cierra sobre mi tobillo. Siento el roce de las algas contra mis costados y algo se pega de mis heridas sangrantes, chupando, succionando, devorando hasta vaciarme de sangre y llenarme los pulmones con agua podrida, llenarlos hasta quedar flotando día tras días, chocando contra los edificios, brillando al sol, impregnando la ciudad con un hedor más.

Ahora llueve

La lluvia sigue cayendo y Ricardo no se mueve. Estamos atrapados en un edificio a medio derruir. La lluvia cae por todas partes. Miro de nuevo a Ricardo, pienso en su chaqueta y en el frío que hace. Pero sobre todo pienso en sus zapatos sin cordón. Nunca logré entender del todo por qué los lleva así. Los miro y me estiro un poco, con las últimas fuerzas que me quedan. Llevamos días sin comer y ahora llueve. Estamos empapados.  Me estiró un poco más. Alcanzo aquellos zapatos. Los tiro fuerte, con todas las fuerzas que me quedan, pensando en sentir una suela al pisar. Lo miro y pienso en los dos meses que acaban de pasar. Pienso que debería correr, correr o gritar, gritar muy fuerte por Ricardo, pero sigo aquí, muy quieto. Debería al menos moverme. Buscar una tumba. Buscar un cementerio. Buscar algo que le dé al menos alguna paz a Ricardo. Pero no. Yo ya me di por vencido. Al menos me quedan estos zapatos sin cordón. Al menos mis pies ya no estarán mojados. Me recuesto contra la pared y me quedo quieto. Sigue lloviendo y el frío me estremece, pienso en Ricardo y lo envidio, pienso en Ricardo, y me dan ganas de estar tan quieto como él.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Hierro

para Ricci

Soy la cabeza colgante de Roberto. De la boca se me escapa un hilo de sangre que no es mío y de mi cuello cercenado, sobresale un gancho de los que se usaban antes para colgar trozos de res, cuando aún existían reces qué vender. Cuelgo en la mitad de una bodega demasiado limpia. A lado y lado, otras decenas de cabezas cuelgan tan inertes como yo. No puedo mover los ojos, pero de vez en cuando, en algún balanceo de la cadena, alcanzo a ver a los carniceros. Visten con delantales blancos manchados de sangre. Llevan mangas largas y guantes metálicos como protección. En el rostro, usan máscaras de dentista y de la cintura les cuelgan cuchillos gruesos y afilados, perfectos para cortar carne. Para cortar carne humana.

No soy más que una cabeza que cuelga. La cabeza de Roberto. No sé dónde ha ido a parar el resto de mi cuerpo. Seguramente, algún trozo de mi muslo se estará fritando en la cocina del Sargento Agudelo o en la casa de la maestra de preescolar del León de Greiff. Ya no importa. Ahora solo soy eso, una cabeza. Al menos me han dejado los ojos.

Hace unos cuantos días, luego de estacionar mi viejo auto en la entrada de Makro, me llegó un penetrante olor a hierro. Tan solo con percibirlo, los labios se me humedecieron. Un gran cartel en letras negras y rojas anunciaba la próxima liquidación de fin de año. Todo a mitad de precio, no se lo pierda. Participe con nosotros en el festival de la carnicería y llevese un pedazo de antebrazo gratis. Del 28 al 31 de diciembre.

Pensé que debería participar. Me palpé el bolsillo y recordé la billetera casi vacía. Hacía dos semanas que no probaba bocado que no fuera trigo o arroz. Siendo vegano no sobrevive nadie. Que le dejen la fotosíntesis a las plantas. El último filete jugoso y grasiento que había devorado no era de vaca, tampoco de cerdo. Era todavía más sabroso. Hacía años que los animales eran tan escasos, que salía más rentable comer otras cosas. En la carnicería, el gordo Manrique me había dicho que el filete era de carne pulpita de niño. Que tendría un poco de grasa extra, pero que eso le iba a dar más sazón. Y en la entrada de Makro el estómago me rugía con furia. Entré a buscar otro saco de arroz para sobrevivir al menos hasta el 28 que comenzaba la liquidación, caminé hasta el fondo del supermercado, justo al lado de la entrada de descargue y fue ahí cuando sentí el golpe seco en la nuca. Un crac de algo que se rompe y luego el suelo frío contra la mejilla.

Al despertarme, tenía las manos atadas, pero los pies libres. Me tomó un par de minutos acostumbrarme a la luz blanca del lugar. Cuando por fin pude abrir del todo los ojos, me encontré enfrente de otras decenas de personas atadas igual que yo, separadas entre sí por vallas metálicas. Delante de mí también había una. Era como una cárcel demasiado limpia, con un humano en cada celda.

No sabía cuánto tiempo había pasado y me costaba recordar bien dónde estaba, pero algo sí tenía claro. Tenía hambre.

Todos los ojos se posaron en mí cuando me levanté apoyándome contra la pared. Escuché un siseo metálico y la valla comenzó a moverse rápidamente, al igual que las otras. Luego, todo sucedió demasiado rápido. Los otros salieron disparados desde sus celdas, con las manos atadas y corriendo inclinados hacia delante, a punto de caer. Me eché hacia atrás, buscando un refugio inútil en la pared tras de mí. Escuché el vibrar de un intercomunicador desde la pared mientras veía como se acercaban más y más decenas de hombres y mujeres. De nuevo el rrr del intercomunicador y los dientes delante, más cerca, mucho más cerca. Una voz que nos da la bienvenida a la gran liquidación de fin de año. Luego centelladas, mordidas, la sangre que brota de mis clavículas siendo atravesadas. El olor a hierro que inunda el lugar y luego todo negro. El sabor caliente de la piel entre mis dientes. Un trozo de hombro o de cuello. Y de nuevo la oscuridad. Un fondo rojo contra los parpados. Los chorros de sangre bajando por mi barbilla y el dolor, el desgarro. Las marcas de dientes sobre mi pecho. El hierro. La carne. La carne.


Soy la cabeza colgante de Roberto. De la boca se me escapa un hilo de sangre que no es mío y de mi cuello cercenado, sobresale un gancho de los que se usaban antes para colgar trozos de res, cuando aún existían reces qué vender. Mis piernas ya no están. No fueron mordidas durante el espectáculo. Soy solo la cabeza colgante en medio del aparador. Huele a hierro y sigo teniendo hambre, aunque mi estómago será la cena de alguna familia en los suburbios. De la boca me cuelga un hilo de sangre y yo logro mover la lengua para saborearlo.