para Ricci
Soy
la cabeza colgante de Roberto. De la boca se me escapa un hilo de
sangre que no es mío y de mi cuello cercenado, sobresale un gancho
de los que se usaban antes para colgar trozos de res, cuando aún
existían reces qué vender. Cuelgo en la mitad de una bodega
demasiado limpia. A lado y lado, otras decenas de cabezas cuelgan tan
inertes como yo. No puedo mover los ojos, pero de vez en cuando, en
algún balanceo de la cadena, alcanzo a ver a los carniceros. Visten
con delantales blancos manchados de sangre. Llevan mangas largas y
guantes metálicos como protección. En el rostro, usan máscaras de
dentista y de la cintura les cuelgan cuchillos gruesos y afilados,
perfectos para cortar carne. Para cortar carne humana.
No soy más que una
cabeza que cuelga. La cabeza de Roberto. No sé dónde ha ido a
parar el resto de mi cuerpo. Seguramente, algún trozo de mi muslo se
estará fritando en la cocina del Sargento Agudelo o en la casa de la
maestra de preescolar del León de Greiff. Ya no importa. Ahora solo
soy eso, una cabeza. Al menos me han dejado los ojos.
Hace unos cuantos días,
luego de estacionar mi viejo auto en la entrada de Makro, me llegó
un penetrante olor a hierro. Tan solo con percibirlo, los labios se
me humedecieron. Un gran cartel en letras negras y rojas anunciaba
la próxima liquidación de fin de año. Todo a mitad de precio, no
se lo pierda. Participe con nosotros en el festival de la carnicería
y llevese un pedazo de antebrazo gratis. Del 28 al 31 de diciembre.
Pensé que debería
participar. Me palpé el bolsillo y recordé la billetera casi vacía.
Hacía dos semanas que no probaba bocado que no fuera trigo o arroz.
Siendo vegano no sobrevive nadie. Que le dejen la fotosíntesis a las
plantas. El último filete jugoso y grasiento que había devorado no
era de vaca, tampoco de cerdo. Era todavía más sabroso. Hacía años
que los animales eran tan escasos, que salía más rentable comer
otras cosas. En la carnicería, el gordo Manrique me había dicho que
el filete era de carne pulpita de niño. Que tendría un poco de
grasa extra, pero que eso le iba a dar más sazón. Y en la entrada
de Makro el estómago me rugía con furia. Entré a buscar otro saco
de arroz para sobrevivir al menos hasta el 28 que comenzaba la
liquidación, caminé hasta el fondo del supermercado, justo al lado
de la entrada de descargue y fue ahí cuando sentí el golpe seco en
la nuca. Un crac de algo que se rompe y luego el suelo frío contra
la mejilla.
Al despertarme, tenía
las manos atadas, pero los pies libres. Me tomó un par de minutos
acostumbrarme a la luz blanca del lugar. Cuando por fin pude abrir
del todo los ojos, me encontré enfrente de otras decenas de personas
atadas igual que yo, separadas entre sí por vallas metálicas.
Delante de mí también había una. Era como una cárcel demasiado
limpia, con un humano en cada celda.
No sabía cuánto tiempo
había pasado y me costaba recordar bien dónde estaba, pero algo sí
tenía claro. Tenía hambre.
Todos los ojos se posaron
en mí cuando me levanté apoyándome contra la pared. Escuché un
siseo metálico y la valla comenzó a moverse rápidamente, al igual
que las otras. Luego, todo sucedió demasiado rápido. Los otros
salieron disparados desde sus celdas, con las manos atadas y
corriendo inclinados hacia delante, a punto de caer. Me eché hacia
atrás, buscando un refugio inútil en la pared tras de mí. Escuché
el vibrar de un intercomunicador desde la pared mientras veía como
se acercaban más y más decenas de hombres y mujeres. De nuevo el
rrr del intercomunicador y los dientes delante, más cerca, mucho más
cerca. Una voz que nos da la bienvenida a la gran liquidación de fin
de año. Luego centelladas, mordidas, la sangre que brota de mis
clavículas siendo atravesadas. El olor a hierro que inunda el lugar
y luego todo negro. El sabor caliente de la piel entre mis dientes.
Un trozo de hombro o de cuello. Y de nuevo la oscuridad. Un fondo
rojo contra los parpados. Los chorros de sangre bajando por mi
barbilla y el dolor, el desgarro. Las marcas de dientes sobre mi
pecho. El hierro. La carne. La carne.
Soy la cabeza colgante de
Roberto. De la boca se me escapa un hilo de sangre que no es mío y
de mi cuello cercenado, sobresale un gancho de los que se usaban
antes para colgar trozos de res, cuando aún existían reces qué
vender. Mis piernas ya no están. No fueron mordidas durante el
espectáculo. Soy solo la cabeza colgante en medio del aparador.
Huele a hierro y sigo teniendo hambre, aunque mi estómago será la
cena de alguna familia en los suburbios. De la boca me cuelga un hilo
de sangre y yo logro mover la lengua para saborearlo.
Y sí, me gusta. Ha evolucionado compañero!!! :D
ResponderEliminarLuis, si estás participando en un concurso de cuentos y enviaste este, bórralo del blog. No sea que para los evaluadores (por estar en la red) aparezca como plagio.
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