viernes, 29 de noviembre de 2013

Matusalén, mi padre.

Son poco más de las doce y yo me pregunto por mi padre. Hace días que no lo veo. Hace meses que no hablamos más de una hora. Hace años que no vive junto a mí. Hace casi una vida que comienzo a perder recuerdos sobre él. 

Me quedan unos pocos: Una noche en el parque del perro. Un restaurante, Tales y tales, las luces de colores iluminando el sitio que casi está en penumbra y mi padre sentado enfrente de mí. Casi ha muerto unos meses antes y ahora sonríe y me recuerda, una vez más, las anécdotas de la familia. 

Un día, cuando supo que me gustaba narrar historias, me dijo

-¡Yo quiero ser como la abuela de García Márquez!

Y esa noche, mientras comemos hamburguesas y papas fritas, me va narrando poco a poco la historia de la familia y algunas anécdotas de su propia vida. Siento que así puedo conocerle, aunque sea un poco. Es extraño. Sé más sobre su adolescencia y juventud que sobre su adultez, sobre su etapa siendo padre. Siendo mi padre.

De él no heredé aquellos ojos azules con verde. Tampoco su bigote. De resto, siempre me dicen que soy igualito. 

De pequeño, un día en una tienda de ropa en el centro, una señora sudorosa que nos atendía a mí mama y a mí, escuchó atenta cuando doña Gloria le dijo: "Busque un señor idéntico al niño. Mírelo, mírelo bien y vaya busque al señor. Se parecen hasta en el caminado, vaya y búsquelo." Minutos después, regresó con mi papá. Para mí que él quería escaparse del calor y de mi mamá, pero no contaba con que junto a ella habría una versión miniatura de sí mismo. Lo compadezco. Entre mi mamá, comprar ropa, el calor y el centro, yo también habría tratado de escapar.

Creo que por eso  eran tan frecuentes nuestros viajes al Lago Calima. Los dos detestamos el calor. Él, pereirano, se acostumbró a las mañanas frías y al viento, inexistente en esta Cali que solo siente la brisa en San Antonio, o en el centro a las famosas cinco de la tarde. Y yo, buen heredero de sus genes, no soporto sudar todo el día. Así que nos escapábamos los dos hacia el Lago, en aquel Ford Fiesta plateado. Me recostaba a lo largo del asiento trasero, mirando el techo, y le preguntaba centenares de cosas a mí papá, que con paciencia matusalenica, respondía una a una a las preguntas. Yo juraba que mi papá lo sabía todo. Podía preguntarle sobre cualquier cosa: de aviones, de barcos, de fútbol, de cómo funcionaba un motor o por qué las hojas se caían en las películas y aquí donde vivíamos no. Mi papá respondía a todo. Me tomó un buen tiempo darme cuenta de la verdad.

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