Cuando te mueres de sueño, la
vida cambia. Estás en plena estación del bus, con los ojos a medio cerrar y la
boca demasiado abierta de bostezo en bostezo, cuando de golpe te das cuenta que
todos a tu alrededor te miran. Giras, giras, vuelves a girar y siguen mirándote.
Todos con los ojos encima de ti. Parpadeas una, dos, tres veces. Nadie te mira.
Tienes los ojos cansados, cada parpadeo es más largo y solo te despiertan las
puertas pesadas y ruidosas del bus al abrirse. Te traga, como una gran ballena
azul y tú, tan cómodo, te dejas caer en la silla. Evitas de nuevo pensar. No
quieres pensar. Tu cabeza se relaja, tu cuerpo cede en uno de los asientos y de
nuevo, con el mismo golpe de antes, el bus se llena y son centenares de ojos mirándote.
Las lenguas mojan los labios, los dientes brillan o se esconden, y los ojos,
los ojos allí, sin salir de encima tuyo, casi puedes sentirlos parpadear. Te
frotas tus propios ojos, casi con el temor de sentir las cuencas vacías, como
si te los hubieran usurpado en medio de algún parpadeo. Te recuestas un poco
más, sientes el aire frio pegándote en la cara y dices que todo es por culpa
del sueño. Cierras los ojos, los parpados caen. Los abres. Estás treinta
estaciones más adelante. No te has movido, no ha pasado el tiempo, pero el
sueño gana. Te frotas los ojos, pero solo sientes un par de cuencas vacías. Las
puertas del bus se abren y mientras te bajas, un tipo entra bostezando. Tú lo
miras.
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