lunes, 20 de mayo de 2013

Todo cerró

Dejé de escribir cuando no pude sorprenderme con mis propias palabras. Qué caso tenía poner en frases mundanas aquellas ideas que antes se habían pasado por mi mente. En la buena literatura no había otro fin que el de descubrir, como un cazador, aquella presa escurridiza que con cada palabra estaba más y más cerca. 

En ese momento tomé una decisión sencilla: volvería a mi adicción a los libros viejos.

Pocos días después me encontré a mi mismo en una librería de viejo en el centro de Cali, acosado por un montón de arrugas andantes que querían venderme la última edición de Once Minutos, una novelusca brasileña que, según el viejito, era el libro más vendido desde hacía tres semanas que había llegado en un cargamento nuevo de libros. Me costó casi once minutos librarme del bulto de arrugas y otros siete encontrar, en una esquina, una pequeña y empolvada colección de libros que me interesaba.

Tomé un par y me senté en el suelo con la espalda reposada contra las páginas en los estante tras de mí y durante horas leí sin descanso. A eso de las siete de la noche, el viejo volvió con el ceño más fruncido que nunca y casi me sacó a patadas, diciendo que no compraba nada y lo único que hacía era sentarme a leer gratis. Me metí la mano a un bolsillo, con todo el animo de lanzarle un billete a la cara, pero lo único que escapó de mis dedos después fue una cajas de chicles y arena. 

Resoplé sin mirar al viejo y me largué. 

Al otro día, sin dejar que terminaran de abrir, entré a la vieja librería. Le entregué un billete de dos mil pesos al tipo que atendía antes de que llegara el viejo y me fui a sentar al fondo, de nuevo con mis libros. Leí y leí de nuevo, sin detenerme esta vez. Mi cuerpo, antes que mi mente, recordó cómo se sentía poder pasar páginas tras página. En un momento leía sobre el desdoblamiento en un ejemplar de tapa dura y negra y al siguiente en un libro de bolsillo, una teoría literaria que parecía tan sencilla como eficaz: "Al escribir no se plasman ideas, se exorcizan demonios."

Seguí leyendo. Sentía que había algo allí que valía la pena conocer a fondo.

A las seis, sin mirar, supe que aquel anciano fastidioso había vuelto quién sabe de dónde y tuve que largarme. Me quedé sentado fuera de la librería, contra una pared amarilla y sucia. Los vendedores ambulantes me miraban mientras guardaban sus tiendas. Todo cerró. A las nueve solamente quedaba yo. Me recosté en el suelo y esperé. En algún momento debería salir el viejo con su ayudante y yo podría volver a entrar. Las diez, las once. Desesperado y hambriento, me levanté y le di un golpe a la puerta de metal. Retumbó duramente y escuché voces en la otra esquina, pero detrás de aquella puerta no se movían ni las hormigas. 

Las doce. Decidí que ya no tenía caso y me fui de allí. 

En la cama, antes de dormirme, recordé por qué había dejado de escribir. Luego, mientras se me cerraban los ojos, pude ver una silueta rectangular y negra que me llamaba sin voz, como si pudiera simplemente implantarse como un torrente en mis pensamientos. Dormí profundamente. 

Al otro día, dejé de ir nuevamente a trabajar. Comí lo más que pude y salí temprano por las calles de San Antonio hasta llegar al bullicio central. Me topé esta vez con una puerta de vidrio, que quizá siempre había estado allí, detrás del metal y seguí de largo sin prestar atención a nadie a mi alrededor. Miré en la esquina de siempre, pero no encontré lo que buscaba. Metí las manos entre las hojas amarillentas, pase caratula por caratula, primero con muchísimo cuidado, pero luego con más violencia, agazapado para alcanzar los libros que quedaban casi rozando el suelo. Al final, me arrodillé exhausto, jadeando y frustrado. Reposé la frente contra la estantería y cerré los ojos. A mi izquierda, con pasos arrastrados, aquel viejo se acercaba a mí. Con el rabillo del ojo vi entonces, entre las manos huesudas, la caratula negra que buscaba. El viejo, con una sonrisa ladeada, me mostró el libro y seguido se sentó, entre crujidos, como yo lo había hecho el primer día en la librería. Abrió el libro mientras yo le observaba en silencio y pasó página tras página hasta encontrar una pequeña cita que leyó en voz alta. Era, sin dudarlo, una pequeña oración en algún idioma antiguo. Al terminar, únicamente me miró y dejó el libro a mí lado. Lo tomé sin prisas, estirando los dedos para sentir cada segundo la caratula negra y supe que luego de leerlo, mi mente se fraccionaría en dos, en cuatro, quizá en diez, pero por fin podría volver a escribir, quizá, un relato como este. 

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