domingo, 23 de septiembre de 2012

Cuatro Calles al Sur


Si a esta hora ya estuviera borracho, como cada sábado a medianoche, esto no estuviera pasando. No tendría, entonces, esa maldita sensación de asco creciendo en el estomago y anidándose tercamente en mi boca, dejando un sabor amargo del que fácil me desharía con un poco de licor. Quizá cerveza, quizá ron, quizá whiskey, no, whiskey no, me da pesadez, me deja peor que ahora mismo. Además, para conseguir un poco de buen whiskey, tendría que caminar cuatro calles al sur de este mugroso apartamento. Tendría que sonreirles a esos policías que hacen como si nada lo vieran, vigilan todo y aun así, siguen sin ver nada. Por eso no me verían pasar con una bolsa negra en la mano, y dentro, bien sujeta, una pequeña, pequeñísima botella de..¿qué era?. Esos policías tampoco verían pasar a las putas que si me vigilan a mi, que me gritan con la mirada desde la esquina opuesta y que por suerte, alguna vez, logran recordarme una cintura fina y apetecible, más abajo de aquellos anchos hombros y justo por encima de tacones apretados en tobillos que no sirven para eso, y quizá, tampoco para mucho más. 

Hace poco una de ellas me sonrió y yo
sentí como me crecía de nuevo en la boca del estomago este asco, este fango baboso que se pega a mis entrañas y va subiendo con cada paso hasta que de un solo sorbo me lleno la boca de lo que sea que beba esa noche, digamos que aguardiente, y lo deje quemarme la garganta y quemar, al tiempo, esa podredumbre que me ataca a cada rato. Ni siquiera sé cuando comenzó, aunque si sé que se intensificó con los años pasados en ese colegio, "Pedro Cansino", de apenas unos miseros salones en los cuales no cabía un alumno más, y de todas formas, siempre lograba encontrar, a muy pesar o fortuna mía, un sitio solo para echarme, apoyar mi maldito trasero enfundado en el pantalón gris del uniforme, y aparentar que  prestaba atención a las clases.

Siempre detesté aquel colegio diminuto y repleto, de baldosas rojas y cuadradas como los hábitos de esa gente, aquel colegio de paredes blancas y tejas corroídas por el desgate y el sol de cada día. No soporto ese sol.

En las mañanas me arreglaba a toda prisa, me enfundaba el pantalón gris, la camisa blanca y esos zapatos gigantescos de color negro y con tanta suela, que las monjas y los profesores podían vigilarnos con solo el sonido de nuestras pisadas. A los demás los seguían a todas partes, los miraban fueran donde fueran. A mi, en cambio, apenas si me miraban. No tenían mucho qué mirar. Siempre era el mismo. 

Una vez un diminuto tipo, de nariz grasosa y chata me habló, habló, y habló durante tanto tiempo, mientras yo le miraba de vez en cuando, sin darme cuenta qué tantas palabras escupía.  No me interesaba mucho lo que dijera. Me levanté cuando el tipo balbuceaba otra vez. Sonaron las dos pisadas estruendosas de mis suelas negras y lastimosamente alertaron al diminuto tipo, que salió de su rollo para verme de espaldas a unos cuantos pasos. Después escuché unos pasos amortiguados detrás mio y una mano que me agarraba de un hombro para girarme de un tirón y acertar un puñetazo en mi nariz, que la intentó dejar tan chata como la de él. 

-¿Te has emborrachado alguna vez, idiota?- me gritó, y su voz se vio ahogada por el timbre de finalización del descanso.

Me repuse sacudiendo la cabeza y lo miré alejarse unos cuantos pasos. 

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