La asesinó sin miramientos, sin detenerse a pensarlo dos veces. Su cuerpo cayó a un lado de la carretera, con los ojos cerrados, y las lagrimas brotando de éstos. Temía con toda su alma morir, pero la tinta pasó por encima una y otra vez, una y otra vez, una y otra.
El escritor se levantó de su silla, se pasó una mano por la barba tupida y vio de lejos el escrito que acababa de finalizar. Perfecto, pensó, y algo dentro de él se revolcó. Buscó un sobre en el segundo cajón del escritorio, metió allí el escrito y lo marcó como tantos otros había marcado. La experiencia de algunos años en esta labor le había quitado mucha de la ilusión de mandar un nuevo escrito a una editorial, y antes, incluso sentía
emoción y compartía este hecho con algún amigo. Ahora nadie le acompañaba.
emoción y compartía este hecho con algún amigo. Ahora nadie le acompañaba.
Quizá si fuera como en las ocasiones anteriores, sus amigos estarían sentados al otro lado del salón. Posiblemente jugando con algún libro antiguo, pasando página por página las hojas amarillas y llenas de polvo, o de pronto mirándole divertidos, y animándole a que no perdiera el gusto por escribir. Pero ahora, ya ninguno de ellos estaba con él. Uno a uno fue dejándolos ir, abandonándolos, e incluso olvidándolos al sumergirse en las aguas turbulentas pero cautivadoras de la novela.
La novela fue todo un éxito en la editorial. Una mañana se levantó y al contestar el teléfono recibió como primera noticia la aceptación y el agrado que su novela había generado entre las personas de la editorial. La calificaban de grandiosa, cautivante y compleja, y sobre todo, resaltaban el hecho de sentir tan real a la protagonista Mariana.
Mariana, repitió el escritor dentro de sí. Mariana, pensó una vez más, y con los labios entre abiertos pronunció en un murmuro el nombre. La silla de madera crujió ante su peso cuando el escritor tuvo que sentarse unos momentos.
Estaba feliz por la noticia. No. Era todo un éxito, miles lo leerían y conocerían a Mariana. No. No. No. Debería estar feliz por la noticia, pero no era así. Recordó a Mariana, con su vestido rojo, y su cabello ondulado. La recordó mientras el calor hacia que las hojas se pegaran entre si; la recordó como un viento fresco, como la sombra en medio del desierto. Y ya no era de él. Ya no podría borrar y hacerla vivir de nuevo. Porque, por más que la reviviera en el papel, Mariana ya no era únicamente suya. Estaba completamente enamorado de ella. No le quedaba nadie más.
Sus recuerdos se revolcaron de nuevo, en un grito de dolor ahogado durante casi 30 años de memorias.
Ahora ya no se encontraba en el salón de su casa, no estaba rodeado de ventanales gigantes, ni al pasar la puerta de vidrio podía dar con un pequeño lugar de descanso ni con una hamaca. Ahora se hallaba lejos de allí, dentro, muy dentro de su memoria. Apretó una mano sobre su muslo, tensionando la tela del pantalón cuando ante sus ojos apareció el recuerdo de Amy.
Fue su única amiga, su única compañera. La única que jamás le abandonó cuando era pequeño. Sus padres se la habían regalado cuando cumplió cinco años, y la diminuta cachorrita creció junto a él. Amy fue el cariño, fue la felicidad y la diversión personificada en un Labrador
chocolate, que estuviera donde estuviera, siempre cargaba en su cuello un moño dorado, donde justo en medio refulgía una A.
Con los dedos intentó rozar el moño, estirándolos al máximo para sentirla a su lado nuevamente. Y cuando apenas pudo ver bien aquel recuerdo, otro mucho más veloz asaltó su memoria.
Durante seguidas navidades, el escritor siendo niño, y Amy tuvieron que despedirse por toda una noche. Él jugaba con ella, luego la abrazaba y sonreía prometiéndole volver al día siguiente de navidad. Siempre había sido así, hasta una celebración navideña en donde sus padres decidieron no irse. Toda su familia, su inmensa familia fue a su casa. Alrededor de 50 personas apenas conocerían a la joven Amy, y como era de esperarse, la perrita moría de nervios por una situación tal.
Todos le acariciaban el lomo, todos le sonreían o le hacían mala cara, todos, encontraron la manera de situarte a su lado y estirar una mano para rozar su cabellera color chocolate. Todos sonreían entre ellos, todos menos el escritor, que entre un mar de piernas, agitado y un poco confuso, intentaba llegar hasta donde su amiga.
Todos, absolutamente todos vieron cuando tuvo el colapso, cuando sus cuatro patas se doblaron, cayendo con las dos de adelante primero, para después, y en un chillido que rompía los tímpanos y las almas, aquella perra era víctima de sus propios nervios y de la situación, y caía fulminada ante la mirada de su amigo, de su compañero, de su hermano, de su amor puro.
Algunos pelos negros y rizados quedaron entre los dedos del escritor cuando volvió a su realidad y soltó el agarre de su mano sobre la barba. Tuvo que acomodarse las gafas, y se levantó de la silla con la tristeza inmensa de quien ha sufrido una vez, y está reviviendo, aunque de manera diferente, el sufrimiento de una perdida.
Mariana era su mujer ideal, la mujer que tanto había amado sin saberlo durante los meses que escribió la novela. Amaba su gusto por el baile, adoraba que pasará horas y horas entre las sabanas, pensando y divagando trivialidades. Sentía que no podía vivir sin su gusto, al igual que él, por el café con leche hirviendo. Pequeños detalles que él mismo había construido y de los cuales, de una u otra manera se había enamorado.
Pensó en el momento en que le dio cualidades y algunas características que el detestaba. Sintió a la Mariana que no gustaba de los viejos con barba, vio a la Mariana que defendía a capa y espada la lucha contra el maltrato animal. Y sonrió con una muy cierta melancolía, al darse cuenta que a pesar de todo, existían dos verdades irrevocables: la amaba y la había perdido por completo.
Arrastró sus pies por toda la casa, andando de un lado a otro sin un rumbo fijo y sin sentido alguno. Miró por las ventanas, y ya no pudo disfrutar de la luz del sol de lleno. Las pupilas le habían cambiado, y ahora no soportaban tanta luz. Tuvo que girarse, quedando de espaldas a la ventana, y vio sobre la mesa del comedor un periódico del día anterior.
Intentó recordar lo que había leído y dio con la respuesta para ese gran vacío que lo aquejaba. Con sus manos tomó las hojas de periódico, y mirándolas de frente, no pudo recordar nada de lo que allí decía. Estaba decidido, quería olvidarse de todo.
Se sentó sobre la cama e intentó olvidarse de donde estaba. Frunció su ceño, apretó los ojos, cerró las manos en puños y aun así no logró nada. El vacio seguía allí, y de todas formas, recordaba exactamente por qué dolía tanto ese vacío.
Frustrado se levantó de la cama, pasó por el umbral de la puerta y se olvidó de su propósito anterior. Olvidó que había querido olvidarse de todo; olvidó su añoranza por escapar de ese sufrimiento; olvidó que apenas segundos atrás buscó la manera de olvidar por el mismo.
Se sintió confundido, y rápidamente pensó en una posible enfermedad. La barba estaba descompuesta, no tenía sus gafas (¿dónde las había dejado?), llevaba ropa de pijama en un día que seguro tendría que hacer algo. Corrió hasta la sala, y miró el periódico sobre la mesa. Se alegró de tener una ventana como esa al mundo exterior. Leyó los titulares totalmente convencido de que eran los de ese día.
Mientras se preparaba un café con leche hirviendo, y le agregaba azúcar de a cucharadas, pensaba en los antecedentes familiares sobre pérdida de memoria. No recordó nada. Ningún caso de Alzheimer, ningún caso como el que le había ocurrido. En algún momento pensó en llamar a su familia, pero ya no recordaba la existencia de los teléfonos, y mucho menos cómo tecleando unos números conseguiría hablar con su tía Mar, o su primo Roque.
Totalmente confiado de que no había nada con él, el escritor disfrutó de su café, bebiéndolo de a sorbos mientras se preguntaba casi inocentemente para qué serviría ese aro tan particular que se hallaba en un lado de su tasa.
A la última gota de café sintió de nuevo desesperación. Se había acabado, y quería más, pero no recordaba ni la más minúscula parte de cómo hacer eso que estaba bebiendo. ¿Café?
Arrastró los pies de nuevo, de aquí para allá, tomándose del cabello cada tanto cuando los nervios lo invadían, pero haciendo uso de su racionalidad para respirar profundo y creer que todo era simplemente un juego de su mente. Dentro de un cajón, buscó lápiz y papel, y con algunos garabatos medio entendibles, escribió todos los datos que consideró importantes, e incluyó lo que en algún momento fuera su identificación. Al final, puso la fecha de lo que creía sería el día de mañana, y en un acto de lo que creyó racionalidad, se impuso a si mismo que debía dormir. Total, a las nueve de la noche ya se tiene algo de sueño, pensó.
En la mañana, el deseo de limpiarse fue superior a cualquier cosa, y habiéndose olvidado de lo ocurrido el día anterior, sin preocupaciones se levantó de la cama, caminó descalzo hasta la ducha y se abandonó por unos minutos bajo el agua. Al salir, miró de lado a lado, y por instinto más que por recuerdo, busco algo con que retirarse el agua de encima. Por suerte, tomó la única toalla disponible, y después la abandonó en el suelo del baño.
No sintió ningún pudor por andar desnudo por toda la casa. No recordaba ya qué significaba estar desnudo. Simplemente no podía quitarse más de encima lo que llevaba ahora mismo.
Cuando pasó de largo por el lado de la cama, tomó la pequeña hoja que el mismo había escrito, y solo pudo ver líneas y líneas sin sentido. Se ofuscó. Tuvo un recuerdo, y entendió solo por un instante lo que estaba allí escrito. Luego, tal como vino, se fue, pero dejó tras de si una sensación de amargura por ignorancia y frustración que enloquecieron y desataron la furia animal del escritor.
Destrozó con sus propias manos los manuscritos, lanzó por todas partes las hojas y regó los tinteros por toda la estancia. Mariana, Mariana. Mariana. Era lo único capaz de repetir, algunas veces, en berridos, y en otras, mediante sonidos guturales y de bestia de monte.
Se rasguño la espalda y la nuca en un acto de desespero; clavó sus uñas en todos los bordes de madera de los mueles y destrozó uno de los vidrios que conformaban la puerta hacia el refugio y el lugar de la hamaca.
El sol brillaba con toda contundencia y los rayos de luz eran implacables en su avance. De nuevo el calor arremetía con glorioso y tortuoso esplendor. En un caos completo, con destrucción por todas partes, quien una vez había sido el escritor se arrastraba por el suelo, sangrando por cortadas de vidrio y emitiendo solamente sonidos de un recién nacido. Cayó al suelo justo al lado de donde durante tanto tiempo la vida se había creado y acabado. Arrastró su cuerpo hacia la luz de fuera como un animal moribundo manchado de tinta y sangre Por instinto más que por racionalidad inexistente, se acurrucó en posición fetal, y los rayos de sol alumbraron su nuevo yo. Por fin consiguió lo que tanto deseaba: olvidarse de todo.
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