martes, 13 de diciembre de 2011

4-33

A las 4:33pm vi el anochecer. Mis pupilas se dilataron y mis ojos, entrecerrados, buscaban captar más nítida la hora que se aferraba a mi muñeca en una tira de cuero del reloj. Me quedé ciego un momento después.
-Son tres los jóvenes desaparecidos, señor Montoya. Las últimas noticias que se tienen de
ellos es que estaban de vacaciones en una de las fincas cerca a Pavas desde el jueves pasado.   -Escuché decir a uno de tantos tipos del organismo de búsqueda. Después, pasé la cinta amarilla con la que intentaron acordonar el lugar para toparme con una pequeña laguna escondida entre matorrales y rocas del tamaño de una persona, cubiertas de moho a más no
poder.
Los tres acordamos que en la mañana del viernes caminaríamos por la montaña en busca de una supuesta laguna. Y así fue. Recorrimos un largo rato senderos estrechos, y burlamos unas cuantas cercas. Agh, malditas cercas. Cuando ya casi llegábamos se me quedó incrustada la camiseta ahí, y a fuerza y rabia logré sazarme, dejando atrás un vistoso trocito rojo de tela.
Agotados, dejamos las mochilas arrinconadas contra el tronco de un árbol y seguimos
riéndonos del imbécil de Ray por andar con ese hueco en la camiseta.
El lugar era recóndito, con la luz colándose apenas un poco entre las copas de los arboles. Un viejo columpio colgaba de uno de ellos, y su madera podrida no invitaba a montarlo. Al lado, sobre una gran roca, decenas de marcas me recordaron a las cuentas de los prisioneros. Una a una, las líneas trazadas contaban quién sabe qué juegos o penurias.
Recuerdo que me senté al borde de la laguna, y metí los pies descalzos, temiendo que estuviera helada, pero en vez de eso era tan tibia que me fui sumergiendo más y más, sin preocuparme siquiera por la ropa. "Hombre al agua, voces que se agitan" tarareé en mi mente, con la cabeza bajo la superficie. Al salir cambió todo, y esta vez fueron las infernales gotas  quienes se sumergieron en mí, y atascadas en mis oídos solo me permitían escucharlas a ellas, en vez del grito ahogado de Lucas en una esquina del lugar. Me giré preocupado, y con la cabeza inclinada cuando ví como él caía al lodo con las manos sobre los ojos, y repetía, creo que repetía...Estoy sordo, dije yo.




Señor Montoya, señor Montoya, señor Montoya, recitaban uno tras otro, mientras creaban un desfile inmenso de información: Que  encontraron una mochila abandonada en unos guaduales no muy lejos de aquí; que hay muchas huellas distintas en el lodo, y aún no sé sabe si son de ellos o de alguien más que pasó por el lugar; que también se encontraron pisadas de algo que parece un animal, y podría ser algún tipo de espécimen con garras; y por último, que no solo podría ser de un animal, y que por eso debería hablar con una señora que vive en las afueras del pueblo. Solo esto último capto realmente mi atención. Toqué la laguna y luego metí las manos en los bolsillos de cuero de la chaqueta. Nada estaba claro todavía, y lo único que sentía era la desesperación que los chicos dejaron en estas aguas.

Van seis horas desde que escapamos, y por poco. Todavía camino con una mano en el costado, apretando la herida, mientras con la otra guio a Lucas. De tanto en tanto tenemos que parar y todavía no tenemos ni puta idea de donde nos encontramos. Marco vocifera casi sin sentido algunas veces, y repite todo el tiempo que le expliquemos. En un momento se tiró al suelo y con una ramita comenzó a escribir en el fango. "Sordo". Dime algo que no sepa, pendejo.
La desesperación me tiene agobiado. Tenemos dos linternas, y andamos con una sola encendida para ahorrar energía. Imagínese un peso muerto en el que se convirtió Lucas, yo que apenas  escucho agua, y Ray caminando demasiado lento por tener que guiarnos a los 3. Perdidos montaña dentro, con mugre hasta el cuello y el miedo clavándose en la piel con cada minuto que pasa. Tengo sed. Tengo sed y quiero dormir, pero cada vez están mas cerca, y son más. -¡Maldita sea Ray! ¡Apaga la puta linterna!- grité. 

La chica me acompaño algo preocupada hasta la casa en las afueras. Nos topamos con una antigua choza de madera llena de enredaderas por todas partes. Toqué 2 veces. Al rato, y cuando pensábamos que no había nadie quien atendiera, abrió una vieja y flaca mujer.
Llevaba el cabello partido a la mitad, mitad negro, mitad gris canoso, como una mala peluca de payaso a la cual se ha intentado peinar. Se apoyó con sus manos huesudas en la puerta y nos miró fijamente sin ningún pudor. Yo hablé primero. Le conté un poco la situación, y a medida que narraba lo sucedido, ella, que al principio casi nos cierra la puerta en la cara, ahora se paraba en todo el borde del portón para escuchar mejor.
-¿Hace cuanto que se perdieron?- nos dijo
-Dos días
-Ya se los deben haber devorado.
Me quedé estupefacto, ¿devorado? Por dios, ¿ésta señora que dice? pensé. Intenté guardar la compostura y suspiré profundo.
Dejé sentados a Lucas y a Marco contra un tronco podrido en medio de un pequeño cumulo de guaduales, y tomé una de las linternas para guiarme al buscar agua. Sabía que cerca de allí debía pasar un riachuelo. Temblando por el frio, y la oscuridad de la noche, y después de caminar poco, lo encontré. Muerto de la sed apoyé la linterna en el suelo, alumbrando el agua, y llevé las manos dentro justo cuando una docena de plumas negras pasó flotando con la corriente.
 -¿Quienes? ¿Cómo así?- le pregunté, pero aquella vieja solo se limito a decir "Aquí está
prohibido hablar de eso. No las quieren metidas en el pueblo."
Todo era tan oscuro, tan desolado y perdido, que luché por encontrarles de nuevo usando la escaza luz de la linterna. Al final vi sus espaldas recostadas en el tronco. Inmóviles. Como si estuvieran petrificados. El corazón comenzó a latir tan agitadamente que el pecho
no daba lugar para tanto bombeo. Corrí hasta ellos y rodeé el tronco lo más rápido que
pude. Por fin escuché a Lucas en un quejido casi sordo, como el de una madre ocultando a
sus hijos la tragedia. Lloraba a mares. 
Con cautela, y algo más calmado me acerqué, quedándonos iluminados los tres al mismo
tiempo. La cara de Lucas, totalmente seca, no reflejaba ningún sentimiento, ni expresión. Solo sus manos apretaban las mejillas en un friegue constante. Aquellos ojos lloraban con
desesperación, con fuerza e impotencia, sin dar aviso a su dueño de que aquellas lágrimas
eran ajenas. Los ojos de Marco lloraban las lágrimas que Lucas deseaba derramar.

Solo deseaba ver la hora en el pequeño reloj con correa de cuero que se aferraba a mi muñeca. Anhelaba con ansias y frustración notar el paso de sus manecillas segundo a segundo, en un tic tac indiferente a todo y todos.  No ocurrió nada. Ni cuando me froté los ojos, ni cuando intenté llorar con todas mis fuerzas, ni nada. ¡NADA! Estaba completamente ciego. Me quedé sentado ahí sin fuerzas ni ánimos. No quería recordar a nadie, no quería pensar en mi perro ni en su lengua colgando mientras me miraba con esos ojos grandotes y llenos de lagañas. No quise pensar en los imbéciles del colegio. Mucho menos deseaba extrañarlos, pero así pasa siempre que se piensa que la vida acaba. Intenté por una vez más, con terquedad y fuerza, enfocar mis ojos para ver, y por un instante me pareció ver algo, pero luego, todo se diluyo en un negro profundo combinado con el sonido de pisadas y aleteos. Estaban aquí.

Las huellas de las inmensas botas brhama quedaron marcadas en el suelo cubierto entre lodo
y hojas secas cuando me levanté con rapidez increíble, y me aferré del hombro a mi derecha.
Corrimos, corrimos mucho. Si pudiera ver, creo que todo estaba transcurriendo en cámara
lenta. Tropecé unas cuantas veces, y de a poco tenía que ir agarrándome más y más de mi
compañero para no caerme. Gritos y revoloteos. Pisadas y agua salpicando de aquí para allá.
El tacto afilado de una asquerosa planta llena de espinas y luego el desfallecimiento. Caí
de rodillas, lastimándome entero y sosteniéndome apenas un poco de una muñeca. Traté a
tientas, a ciegas de darme apoyo, y lo único que conseguí fue dar al final de aquella
muñeca con uñas puntiagudas. Uñas puntiagudas y una respiración agitada, de bestia, de
sudor y babas mezclándose con cada bocanada de aire. Chasqueó sus dientes y en un siseo la
sangre se me congeló.

Perdimos la poca luz con la que nos guiábamos a través de este encierro montañoso.  Ni modo devolvernos, le dije a Marcos. Pero claro, qué me iba a escuchar el pobre tipo. Tomé por fin un poco del agua que había recogido mientras me apoyaba contra un cercado. Sobre nosotros, nubes y nubes rojizas y grasosas se acumulaban, amenazando con inundarnos de desechos. Como si ya no estuviéramos bastante metidos en la mierda.

Corté un trozo de la camisilla y usando un poco de alcohol que nos quedaba comencé a limpiar la herida en mi costado. Marco seguía sentado inmóvil contra un tronco de la cerca, escapando por escasos centímetros de clavarse aquel alambre. Silbaba algo inentendible, y por un instante puedo jurar que él pensó llevar consigo su armónica. Al fin y al cabo, ¿no es este el sonido de los presos?

Comenzó a oler delicioso, pensé. Abrí mis fosas nasales al máximo, tratando de captar el
aroma fuerte pero provocativo que provenía de alguna parte cercana. Por un instante casi me
olvidé de seguir presionando el trapo contra la herida, y en ese momento caí en cuenta.
Tomé entre mis dedos la tela, y lentamente, con demora y temor, lo fui acercando a mi
nariz. Las partículas viajaron en el aire, chocando contra la humedad en una lucha que
innegablemente mi hambre deseaba que ganaran. Lo sacudí ligeramente, y mientras devoraba
con la mirada y el olfato los diminutos rastros del aroma de la sangre, una pequeña pluma
negra, como de pichón, cayó en alguna parte del bosque. Se los puedo asegurar.


-¿Notó las agujas puestas en las esquinas inferiores de la puerta de aquella casa, señor
Montoya?- me dijo la chica, quién ahora se sentía sobre todo como mi ayudante personal.
-¿Y eso qué importancia tiene?- le respondí confuso.
-Cuando estaba pequeña, mis tíos me contaban historias de fantasmas y brujas, de animales monstruosos y de duendes. Recuerdo que una vez nombraron algo de poner agujas en las puertas de las casas donde se cree que viven las brujas para que no puedan escaparse por el portón.
Sonreí sin darme cuenta, y algo sorprendido caí en la cuenta de cómo la vieja había llegado solo hasta el borde de su casa.
-¿Piensas que es de confianza lo que nos dijo esa mugrosa mujer?
-Pienso que tiene hambre más bien. Y si es cierto eso de las agujas, debe llevar bastante ahí. Usted mismo la vio señor Montoya. Está flaca hasta los huesos.
Por segunda vez atravesé la cinta amarilla, y en este momento no solo me detuve en la laguna. Junto a un pequeño equipo de resguardo, caminé más profundo en la montaña. Todo
estaba revuelto, confuso. Las huellas llenaban todo el lugar, y en una esquina, entre dos árboles que formaban una curva casi perfecta con sus ramas, se veían marcas de garras contra el suelo. Trozos de mochila quedaban por todas partes y los víveres estaban dispersos por todo el lugar. Dispersos, pero intactos.

No logré resistirme a la tentación de volver donde aquella señora. No escuché las
precauciones de Julia, ni dije para donde me dirigía. Solo pedí un rato para pensar a
solas, y en la primera chance fui a dar de nuevo contra el portón con enredaderas.
Me miró, apretó un poco entre sí los cansados parpados, y luego, como si gozara de una
belleza perdida en los siglos, se pasó la mano por el cabello en un gesto de disfrute total. Deseé con muchísimas ganas encontrar a los chicos perdidos. O eso quise hacerme creer.

Sobre una mesa improvisada en medio del lugar de búsqueda reposaban un trozo de tela roja, y varias fotografías. Entre ellas, una letra bastante tosca que recitaba "Sordo" en el lodo, y varias fotos más donde se vislumbraban caminos de huellas en medio de la vegetación.
Era ya tarde, muy tarde, cuando decidí salir de la carpa. Ni siquiera Julia se había atrevido a quedarse, y los de servicio de búsqueda se limitaban a trabajo diurno. Cerca a mí se encontraba solo un tipo de bigote y chaqueta impermeable azul con amarillo que no podía ocultar su profesión de vigilante. Me acerqué y le pedí prestada una linterna. Unas pocas palabras y el carné de identificación bastaron para que no preguntara mucho y entregara rápido lo que necesité.

No dudé en ningún momento. Atravesé por tercera vez la cinta amarilla. Apunté la luz de la linterna contra la superficie caliza, y di un paso más. Con mi rostro casi pegado a la roca, pude ver como habían tres marcas nuevas. Con un suspiro lento y agotado, abrí mi otra mano y deje caer las dos agujas al suelo, mientras escuchaba el revolotear de alas, y sobre mi llovía una muerte negra de plumas.
"Usted mismo la vio señor Montoya. Está flaca hasta los huesos." No por mucho.

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